miércoles, 5 de octubre de 2011

Si me preguntan por el 2 de octubre, diré que no me acuerdo

Si me preguntan por el 2 de octubre de 1968 diré que no me acuerdo, como tampoco recuerdo el Halconazo, la Guerra Sucia de los años 70, ni del día en que el ex presidente José López Portillo nacionalizó la banca mexicana.
Los desaires no son tales, pues faltaban al menos 14 años para que yo naciera y otros más para ser consciente de la relevancia de este movimiento estudiantil y sus consecuencias.
Para muchos de los que rondamos el tercer piso, el 2 de Octubre es un tejido de relatos propiedad de quien lo cuenta y de quienes escuchamos. En esto han contribuido películas como El Grito Rojo Amanecer, libros como La noche de Tlatelolco, el género de la música de protesta (Silvio Rodríguez y Quilapayún are not dead) y su respectivo antídoto progubernamental con libelos como El Móndrigo.
Con estos relatos a cuestas y con la marejada de información que hoy nos receta el internet cabría preguntarnos si los participantes del movimiento estudiantil de 1968 peleaban por lo mismo que hoy exigen los indignados en otras partes del mundo.
El motor es el mismo: las ansias y la necesidad de un cambio en el régimen político que les tocó vivir. En Francia, Checoslovaquia, Estados Unidos, Alemania y Argentina se vivieron sacudidas al sistema que dos décadas después de la gran guerra había dejado estabilidad financiera, crecimiento en estas naciones, pero que la tensión propia de ese periodo impedía una distención en las fórmulas con que se ejercía el poder. En México, además se agregaba una dinámica presidencialista en la que el partido político era una especie de pulpo autoritario, controlador, que todo lo ve y lo oye. Estas protestas, en suma, eran un reclamo político: democracia y todo lo que ella significa como libertad de expresión, de asociación, de participación política.
¿Qué pasa en cambio en las movilizaciones actuales? Además del evidente papel que juegan las redes sociales en la organización de los manifestantes que han tomado las plazas en centenares de ciudades en el mundo, está el descalabro económico y la indigencia que se asoma a la vuelta de la esquina para muchos empleados que se sientan todos los viernes con su pareja a hacer las cuentas de la semana, cuentas que ya no alcanzan por más que se hagan malabares y restricciones.
Los recortes a las pensiones eran una posibilidad impensable para las generaciones beneficiadas por el estado de bienestar, ese que se construyó durante el siglo XX y que figura sólo como un recuerdo, como el amigo entrañable de la familia y que al paso de las últimas tres décadas se fue alejando al grado de ser un completo desconocido. En otros países, como España, el panorama empeora por la cantidad de desahuciados que cada semana hacen las maletas, toman a su familia y regresan a la casa de los padres, familiares o amigos cercanos ante la imposibilidad de pagar hipotecas. Las opciones son limitadas para sortear la crisis.
La diferencia entre la política y la economía no es menor, aunque las posibilidades de que un pueblo exija cambios en una de estas esferas depende de la historia de cada país y de sus propias experiencias. Mientras algunos, como en Egipto, a pesar de vivir en una desigualdad redonda, privilegiaron los cambios políticos a los económicos es porque fincaron sus deseos en que este cambió arrojaría un golpe de timón en el segundo.
En Chile, en cambio, los estudiantes han mantenido una firme exigencia por una educación pública y de calidad que el pinochetismo canceló. Los universitarios que hoy tienen sitiado a Piñera saben bien la educación pública no es garantía de un mejor empleo, aunque sí les garantiza no morir endeudados con la compañía que financió sus estudios.
Lo real es que la #spanishrevolution, la toma de Wall Street a la voz de #occuppywallstreet, la Revolución de los Pingüinos en Chile y de la Primavera Árabe no son un relato más. A diferencia de los movimientos de las décadas pasadas, éstos son contados en presente por cada uno de sus participantes. Los manifestantes de hoy no sólo exigen democracia, sino demandas económicas que van más allá del precio de la banda ancha.
Cada cual a su manera y a sus modos, pues no habría nada más anacrónico que imaginar a Cohn Benditt arengando al público francés enlazado vía mainstreem.
Si me preguntan por el 2 de octubre de 1968 diré que no me acuerdo, pues como va la moraleja de Media noche en París, de Woody Allen: La nostalgia es negación. Negación del doloroso presente.

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